¿Quién sirve a quién? Empresas, Estado y el verdadero interés del ciudadano
- Bidder
- 2 mar
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Vivimos en una época donde el discurso dominante nos dice que el Estado protege al pueblo de las empresas, pero en la práctica, vemos cada vez más ejemplos en los que ocurre lo contrario: las empresas privadas terminan siendo las que defienden a los ciudadanos de regulaciones excesivas, burocracias ineficientes y políticas que responden más a intereses políticos que al bien común.
Históricamente, las empresas han existido para servir a la gente. Desde el comerciante de barrio hasta las grandes industrias, su razón de ser es ofrecer productos y servicios que satisfagan necesidades reales. Su crecimiento depende de la confianza de sus clientes y de su capacidad de innovar y adaptarse. En contraste, las empresas públicas suelen estar sujetas a criterios políticos y administrativos que, en muchos casos, las alejan de su propósito original: servir eficientemente a la sociedad.
El caso Transbank: una regulación que perjudica en lugar de ayudar
Un ejemplo reciente es el conflicto entre Transbank y el Servicio de Impuestos Internos (SII) en Chile. A partir de mayo, una nueva norma exige la entrega obligatoria de boletas impresas en todas las transacciones. Si bien el objetivo de esta medida es aumentar la transparencia fiscal, en la práctica se traduce en costos adicionales, burocracia innecesaria y posibles perjuicios para los pequeños comercios que ya operan con márgenes reducidos.
Lo paradójico es que Transbank, una empresa privada, ha tenido que recurrir a la justicia para frenar una medida que afecta directamente a miles de pymes y emprendedores. ¿No debería ser el Estado el que facilite la vida a los pequeños negocios en lugar de imponerles nuevas cargas? Este es un claro ejemplo de cómo, en muchas ocasiones, las empresas terminan protegiendo a la ciudadanía de regulaciones desmedidas.
Empresas privadas vs. empresas públicas: ¿quién está realmente al servicio del pueblo?
Cuando una empresa privada no cumple con las expectativas de sus clientes, quiebra. Cuando una empresa pública fracasa, es el ciudadano quien paga la cuenta a través de más impuestos, ineficiencia y corrupción. Esta diferencia es clave.
Las empresas privadas se deben a su gente, porque sin clientes satisfechos no sobreviven. En cambio, las empresas públicas muchas veces terminan sirviendo a los políticos y burócratas que las administran, utilizando recursos del Estado para perpetuar sus estructuras en lugar de mejorar la calidad del servicio. Ejemplos sobran: compañías estatales ineficientes, monopolios públicos con pésima atención y organismos que operan más como máquinas de gasto que como soluciones para la sociedad.
El Estado como regulador: el equilibrio es clave
Sin embargo, sería un error pensar que el libre mercado por sí solo siempre garantizará justicia y equidad. La historia nos ha enseñado que, cuando el poder económico se concentra demasiado en pocas manos, pueden surgir abusos, como la colusión de grandes empresas para fijar precios, limitar la competencia o explotar a consumidores y trabajadores.
Es aquí donde el Estado debe jugar un rol fundamental como ente regulador y fiscalizador, asegurando que las reglas sean justas y que haya un mercado realmente competitivo. No se trata de que el Estado asuma el control de la economía ni de que imponga regulaciones innecesarias, sino de garantizar que las empresas compitan de manera transparente y que el ciudadano no quede indefenso ante posibles abusos.
El equilibrio es clave: un Estado demasiado grande y controlador asfixia la innovación y el emprendimiento, mientras que un mercado completamente desregulado puede derivar en monopolios y prácticas abusivas.
El rol de las empresas en la defensa del ciudadano
En un mundo donde el Estado crece en tamaño y regulaciones, las empresas privadas tienen un rol cada vez más relevante en la protección de las libertades individuales y el desarrollo económico. Son las que generan empleo, innovan y resuelven problemas reales sin depender de subsidios ni clientelismos políticos.
Pero también es responsabilidad de la sociedad exigir un mercado justo, donde haya competencia y donde el ciudadano tenga opciones. Un sistema donde ni las empresas ni el Estado tengan un poder absoluto, sino donde ambos coexistan en un equilibrio que realmente beneficie a las personas.
La narrativa de que el Estado nos protege de las empresas está quedando obsoleta. Cada vez es más evidente que, en muchos casos, son las empresas las que deben protegernos del Estado. Pero, al mismo tiempo, el Estado debe mantenerse vigilante para evitar que el mercado se transforme en un espacio de privilegios para unos pocos en lugar de oportunidades para todos. Solo así podremos construir una sociedad donde el verdadero beneficiado sea el ciudadano.
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